Una gota tras otra van cayendo insistentemente sobre el sombrero marrón, que se torna color café puro. A Sofía Cruz no le importa: ella sigue concentrada en peinar la lana que tiene delante, colgada de una especie de caballete rústico, y en tejer un monedero que tardará todavía casi un mes en estar terminado.
Su lugar de trabajo es un recinto que no llega a los tres metros de largo, por un 1,5 de ancho, aproximadamente. Las paredes son de adobe y se nota que, recientemente, han añadido un par de filas más de ladrillo de barro para aumentar la altura. No hay puerta y el techo es de chapas de calamina sujetas por madera. La lluvia se cuela por entre el techo, pero a Sofía no parece importarle.
Ella es una de las habitantes de la comunidad chuquisaqueña de Maragua, que es parte del Distrito 8 de Sucre. En la localidad viven aproximadamente 500 miembros de la cultura jalq’a, de la que son tradicionales los tejidos que realizan las mujeres, con técnicas precolombinas.
 Si no fuera por la Fundación ASUR, que les compra estas misteriosas creaciones para venderlas en la tienda de su museo, en la urbe sucrense, esta actividad hubiese sido abandonada, afirma Osmar Ríos, de Inside Sucre, la empresa de turismo que opera este tour. Además, los visitantes que recibe Maragua desde hace poco más de un año también contribuyen a la conservación de esta antigua destreza textilera.
Llegar hasta aquí no es fácil, si no, más bien, toda una aventura. Hasta que se estableció esta ruta turística, la única forma de viajar de Sucre a Maragua era en camión. Pero el vehículo no regresaba a la ciudad hasta la jornada siguiente. Ahora Inside Sucre ofrece transporte privado para los visitantes. Además, existe la posibilidad de pernoctar allá en un albergue con capacidad para nueve personas, que cuenta con luz y agua (no potable, pero hay tiendas donde comprar el líquido elemento).
El tour comienza en la Casa del Turismo (calle Bustillos 131). De allí parte la movilidad en dirección al aeropuerto. El camino de tierra bordea cerros hasta arribar al santuario de la Virgen de Chataquila, que siempre está cerrado salvo en su aniversario, que se celebra cada 16 de septiembre. El resto del año sólo se puede acceder  a una pequeña sala, a la izquierda del templo, en la que está la imagen pintada sobre una piedra coloreada de azul celeste. Tiene cierto parecido con la Virgen de Guadalupe, la patrona morena de los sucrenses.
Delante de la capilla se erige la estatua de Tomás Katari que recuerda la muerte del líder indígena de Chayanta, que movilizó a sus huestes a finales del siglo XVIII. La orografía hace que el tiempo estimado para llegar en movilidad hasta esos parajes sea de entre una hora y media y dos horas, dependiendo de las condiciones de la vía.
Tras dejar a un lado la pequeña iglesia solitaria y el busto de Katari, la travesía continúa ahora a pie. Metros arriba, comienza un camino prehispánico que fue recuperado por la Gobernación y la Alcaldía de Sucre. Tiene más de cuatro kilómetros y pasa por varias comunidades y lugares de interés turístico, como las pinturas rupestres prehispánicas de Incamachay, a unos 8 kilómetros del santuario de Chataquila , con sus figuras antropomorfas, zoomorfas y geométricas que fueron declaradas Monumento Nacional en 1958.
Los visitantes inician aquí un descenso de dos horas, con la cordillera de Los Frailes al frente. Algunos vienen a practicar la meditación, comenta Osmar. La tranquilidad y la belleza natural del sitio son propicios para ello. La ruta empedrada lo pueden recorrer personas de todas las edades, siempre teniendo cuidado de no torcerse el tobillo o andar muy cerca del precipicio. Por si hay algún contratiempo, los guías van equipados con radio (por la zona no existe señal de celular) para pedir ayuda médica.
Antes del descenso hasta la comunidad de Socapampa, se llega a lo alto de un cerro al que los lugareños suben para colocar apachetas o montículos artificiales de rocas para rituales y ofrendas. Una vez en la aldea, el carro recoge a los turistas para un trayecto de media hora hasta Maragua.
El valle de las tejedoras
En medio de un colorido cráter se levantan casitas de adobe y techos de tejas y calaminas. El único contacto desde Maragua es un teléfono público. Aquí residen una parte de los alrededor de 20.000 jalq’as repartidos por las provincias Oropeza (Chuquisaca) y Chayanta (Potosí). Su lengua es el quechua y se los conoce, sobre todo, por su tejido precolombino elaborado con lana de oveja.
A partir de los 10 años, las niñas aprenden la técnica. La lana se tiñe en dos colores, rojo y negro, con tintes industriales, porque hasta este lugar perdido llegó la modernidad. Con este material elaboran desde pequeños monederos hasta bolsos, fajas. “Aquí la mujer hace todo”, dice Sofía, pero no en tono de queja, sino sonriente. Porque aquí ellas se encargan de todas las tareas domésticas y, además, realizan los famosos textiles.
Sus tres hijos la rodean mientras Sofía, sentada sobre un aguayo de colores, da forma a un monedero. Juegan y la molestan y ella, siempre con una sonrisa, los riñe en su lengua materna. Aunque sus pies, metidos en unas sandalias, tienen el mismo color del suelo que pisan, en sus manos se nota que, cuando puede, a ella le gusta arreglarse: algunas uñas de sus manos aún tienen restos de esmalte dorado.
En la parte opuesta de la aldea, otra señora, Catalina, hace la misma tarea en el patio de su casa. El sitio está menos resguardado: es una pequeña estructura de madera con algunas ramas de árbol poco frondosas como techumbre. Al preguntarle si también teje allí cuando llueve, su hija, de 12 años, responde que no: se mete en casa, pero sólo si la tormenta es fuerte. La niña conoce también los secretos del tejido desde hace un año: muestra a los visitantes manillas que ella ha elaborado e intenta que se las compren con una sonrisa en su infantil rostro.
Los textiles jalq’a requieren mucho trabajo. Sólo al observar a estas mujeres se entiende por qué para hacer un pequeño monedero necesitan un mes; no es sólo porque gran parte del tiempo lo emplean en las tareas caseras, sino porque se tarda más en peinar las lanas y pasar de atrás a adelante el color que se quiere usar, que en tejer cada punto y dar forma a las figuras ornamentales de perros o cóndores, o a las enigmáticas que representan a los khurus, esos habitantes tétricos del Ukhu Pacha, aquel mundo caótico en las profundidades lleno de oscuridad, muerte, sueños, pesadillas.
En los objetos más grandes, que pueden medir  60 centímetros de ancho y un metro de alto, se emplean hasta cuatro meses de ardua labor. Es por ello que el precio de las piezas oscila de entre los 100 hasta los 1.000 bolivianos, dependiendo del tamaño de estas obras de arte. Ése es el costo para los turistas que compran directamente a las productoras. Alemanes, franceses e ingleses suelen ser los visitantes que llegan frecuentemente. La media de ingresos a la comunidad es de dos grupos por semana.
Materia prima para la tradición
Por otro lado, la Fundación ASUR compra los tejidos para abastecer su Museo de Arte Indígena y la tienda de la sala de exposición, donde se venden más caros. Hasta hace algunos meses, se encontraban en el Caserón de la Capellanía; ahora están dentro de la Casa de Turismo puesto que el otro edificio será la sede de un nuevo repositorio de carácter público, perteneciente a la Gobernación de Chuquisaca; esta entidad pública tiene el proyecto de proveer a los jalq’as de la materia prima, la lana de oveja, para colaborarles con el mantenimiento de esta tradición, algo que ASUR realiza desde la década de los 80.
Detrás de Catalina, en una pequeña estancia al aire libre constituida por un muro bajo de piedras amontonadas, la abuela de la familia sopla el fuego sobre el que se cuecen las papas. El cielo, a lo lejos, anuncia más tormenta. En el horizonte se ve un solitario árbol sobre un cerro. Por allí pasa el camino que lleva a las pisadas de dinosaurios, menos conocidas que las del Cerro de la Cal o Cal Orcko. Los visitantes se suben de nuevo al microbús, después de hacer algunas compras. Catalina y su familia los despiden sonrientes y luego retoman sus tareas, en su pueblo que parece sumergido en el tiempo.
Fuente: La Razón

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