Recibir la cornada de un toro durante las fiestas es señal de buena suerte en Caquiaviri. Por ello, hay quienes salen a la plaza del pueblo retando al animal. Los lugareños relatan que cada año es habitual ver cholitas volando por los aires tras haber sido embestidas y que, a veces, muere alguna persona. Pero eso no evita que en la que es considerada “cuna del ch’uta”, la gente siga saliendo a bailar y a dar vueltas a la explanada mientras el bravo pasa corriendo a su lado en las últimas horas del día.
Éste es el principal acto de la celebración de cuatro jornadas dedicada a San Antonio Abad en Caquiaviri, en la provincia Pacajes. El arranque es en el día del patrón, el 17 de enero, y marca igualmente el inicio del Carnaval paceño. Se celebra una misa en honor de la divinidad y, después, ch’utas del pueblo y venidos de fuera desfilan junto a cholitas en la entrada carnavalera que también es llamada ch´okopa (fiesta carnavalera) u orko ananta (ingreso de machos).
Más tarde, para la verbena, las orquestas ponen un elemento indispensable, la música. Hay quienes ya se dan la gran fiesta pero otros se la reservan, pues aún quedan tres días más sus noches para divertirse. La jornada siguiente es el marka uru, “el día del pueblo”, explica el presidente de la Junta de Vecinos, Félix Maldonado. El 19 de enero es el día de la parcialidad de arriba (anansaya) y el 20, de la de abajo (urinsaya).
Cada tarde, los toros son los reyes de los agasajos. El primer día, los animales participantes son traídos de los cantones que, antiguamente, pertenecieron a los colonos. Alrededor de la una de la tarde, las autoridades y sus acompañantes entran danzando a la plaza principal de Caquiaviri, en la que resalta imponente una estatua dedicada al ch’uta y su chola, ese personaje colorido que representa al pongo de las épocas colonial y republicana, cuya principal labor era el cuidado de la puerta de las viviendas.
Los bailarines portan alrededor del torso una frazada anudada a la que llaman “enjalme”. Después de dar una vuelta a la plazuela al ritmo de la música de banda, cada uno entrega su tela al encargado de colocarlas sobre unas cuerdas ante la Alcaldía. Luego, los enjalmes se entregarán a los dueños de los toros en señal de agradecimiento, por haberlos traído para que participen y “jueguen” en la festividad. Los ganaderos, entre humo de cigarros y kajs de variedad de tragos, se disputan que su representante sea el primero en salir ante la multitud; para ellos es todo un honor traer a sus fieras.
Tras el colgado de los enjalmes, todavía falta un par de horas para que comience el gran acto. Para hacer tiempo, los caquiavireños van a los locales de los pasantes y de las comparsas o “sectores”, que son tres: Pueblo, Verde y Blanco. El primero está compuesto por los habitantes del lugar y de las comunidades adyacentes; los miembros de las otras dos son “residentes” en La Paz y El Alto, que retornan para mostrar su progreso y su amor por su tierra natal. La emigración es un fenómeno vigente en Caquiaviri: fuera de los días de festejos, sólo mitad de sus 350 predios están habitados.
Siendo tan pequeño, todos se conocen en el pueblo y lo más habitual es que algún familiar sea nombrado pasante. En total, cada año hay una decena: uno para la primera jornada, que es denominado Preste Mayor, y tres para cada uno de los siguientes días.
Las cholitas y los ch’utas hacen la ronda por los locales, saludándose con sus vecinos. En cada uno van “entonándose” gracias a los torrentes de cerveza que manan de cualquier mano oferente. Pero también hay tiempo para recomponer el cuerpo con un charque de llama o unos chorizos, hasta que dan las cuatro y media de la tarde. Entonces, los danzantes se agolpan en las puertas de los boliches, se colocan por parejas y, bailando, se encaminan de nuevo a la plaza. Los varones, de los que muchos van sin máscara (resulta algo incómodo por los alambres que lleva, aseguran), hacen girar y girar a sus acompañantes en el trayecto.
Para llegar al epicentro de la fiesta hay que pasar por un pequeño espacio entre los tablones de madera que bloquean la calle de acceso a la explanada. Luego, los bailarines dan la vuelta al ruedo, incansables, mientras el toro de turno corre de un lado a otro, retado por algunos valientes que salen a torearlo. En los alrededores, los puestos de comida siguen abiertos y la gente, adentro, come y bebe mientras las astas casi rozan sus mesas. Los tablones son la única medida de seguridad que divide al gentío y las embestidas de los animales.
Una tras otra van entrando las agrupaciones de los sectores Pueblo, Verde y Blanco, atentas por si suenan las campanas de la iglesia colonial: señal de que algún afortunado ha probado los cuernos del toro.
Es muy posible que la lluvia y el granizo aparezcan. Al fin y al cabo, es su época, como sucede en esta corrida. Ch’utas y cholitas corren a guarecerse bajo los plásticos de los puestos; pero otros siguen, impasibles, danzando el baile de esta tierra, acompañados por las carreras, arriba y abajo, del toro. Toda la tarde, los ganaderos van cambiando de bestia, hasta que se pone el sol.
Tras la danza, toca descansar un poco antes de volver a los locales, hasta que el cuerpo aguante. Acá, dicen los lugareños, uno se acuesta tomado y, nada más levantarse, alguien le da los buenos días con un “¡Salud!” y un vaso de cerveza como desayuno. A este ritmo continúa la festividad en honor de San Antonio Abad en la cuna del ch’uta, durante los otros tres días, en los cuales las mujeres sacan sus mejores broches, aretes y otros adornos; el oro es su metal preferido, sobre todo los de 18 y 24 quilates.
Tampoco escasea la cerveza, que llueve por montones. Una pareja de pasantes recibe el miércoles 18 decenas de cajas de esta bebida a la entrada de su local de manos de su sobrina, Mariel Garay. Sobre su traje luce orgullosa una banda que recibió el año pasado, en la que se lee: Chola Carnaval 2011. Su casa luce la estampa típica de estas fechas en cualquier vivienda de la localidad aymara: habitaciones repletas de colchones, gente entrando y saliendo o durmiendo en un rincón, pedazos de traje de ch’uta… y alegría y devoción. “Éste es nuestro mundo”, afirma sonriente. Todas las construcciones son un hervidero de personas. Claro, entre las infraestructuras que le faltan a Caquiaviri, está la hotelera.
El hogar de Mariel tiene baños en el patio para dar abasto a todos sus invitados. “En el trabajo de mi papá sabían que cada 17 de enero era sagrado”, recuerda. Todos sabían que él alistaba sus cosas junto a su familia, sin olvidar su atuendo folklórico, para partir de su vivienda habitual en El Alto hacia Caquiaviri, como buen “residente”. Así también recuerda a su parentela Óscar Maldonado: “Como sea sacamos la vacación para venir a la fiesta”, afirma este hombre que, a pesar de haber nacido y vivido en La Paz, siente la tradición de Caquiaviri con la misma emoción que sus padres, oriundos del sitio.
Además de guardarse durante todo el año para esta semana, los caquiavireños ahorran gran cantidad de dinero para, durante estos cuatro días, gastar sin miramientos en joyas, cerveza y alegría. Es que, a la par, esta celebración es considerada el arranque del Carnaval paceño; no obstante, el investigador Félix Layme Pairumani rechaza que se confunda a la danza del ch’uta con el Carnaval, ya que ésta se baila en el área rural durante los tres meses del verano (y no sólo la semana que dura la fiesta carnavalera): ya aparece desde el 1 de enero en Achocalla y hasta en Pascua, en Pucarani.
El presidente de la Junta de Vecinos, Félix Maldonado, admite que el atavío de los ch’utas cambió con los años. “El traje de ch’uta era la vestimenta de los pastores de los camélidos que en la época de Pacasa (hoy Pacajes) se criaba en esta zona”. Del cuello de la llama, grueso, se obtenía la materia prima para las botas; los pantalones tenían una abertura, eran a media canilla; y la chaqueta era bordada en lana. “Lo que hoy vemos es la evolución y la modernización” de la ropa del personaje. Eso sí, los actos de la fiesta son los mismos desde el nacimiento de ésta, como la corrida de toros.
El momento exacto del surgimiento de esta tradición no está claro, pero sí se sabe que alrededor de 1925 ya existían en Caquiaviri festejos alrededor de la música y la vestimenta de los ch’utas. Maldonado muestra como prueba el Primer Libro de Actas de las Sesiones de las Juntas de Vecinos de Caquiaviri, entre 1919 y 1936. Se refiere en concreto a una anotación de 1925: “Los vecinos hablan de esta fiesta, cómo la van a pasar y la van a organizar”. Asegura que, por lo tanto, su pueblo es “la cuna del ch’uta”; desechando la tesis de los de Corocoro que alegan que esta danza surgió en sus predios tras la Guerra del Chaco (1932-1935).
La costumbre taurina viene de los dos toros que acompañan a San Antonio Abad (251-356), monje cristiano egipcio que fue fundador del movimiento eremítico, de quien se dice que dejó de lado sus bienes para llevar una existencia de ermitaño y que atendía comunidades monacales en Egipto. Es por eso que “ellos (los ganaderos) traen a su mejor toro, a su preferido”, a la fiesta, explica Maldonado. La actual efigie del patrón vino de fuera: hace 109 que lo trajeron colonos del poblado vecino de Comanche.
La festividad es uno de los atractivos de Caquiaviri, junto con los chullpares y su templo colonial del siglo XVI, que guarda antiguas pinturas. Orgulloso, Maldonado relata que su comunidad existió mucho antes de la invasión inca, porque cuando la cultura de aquella tierra era la pacasa, Caquiaviri ya existía y era su capital, allá por el siglo III. Tuvieron que pasar 1.300 años para que los incas llegaran a esos confines huyendo de los españoles. “Ahí arriba quedan las ruinas de Huayhuasi. Era el cuartel de fortificación de los incas”, manifiesta.
Canaletas, un templete, el pozo donde se bañaban, una piedra con el mapa de sus movimientos de guerra grabado en ella… es lo que queda de la Casa del Inca, además de una parte del famoso camino hacia el Imperio de Cuzco y un Inca Tambo. Lo que no hay son hoteles, alcantarillado, buen suministro de agua potable, ni una carretera asfaltada que no se inunde en esta época.
“Existen personas que podemos llevar adelante el proyecto turístico que puede atraer igual o más (gente) que Tiwanaku o Copacabana, por los atractivos que tenemos”, añade el líder vecinal. “Ese proyecto es nuestro futuro”. Así es Caquiaviri, el pueblo pacajeño que se rinde durante cuatro días ante San Antonio Abad y el Carnaval.
Transporte
Para llegar a Caquiaviri hay que tomar minibús en el cruce de Villa Adela (El Alto). Una parte del camino es de tierra.
Hospedaje
No hay ningún tipo de hotel o pensión en Caquiaviri y alrededores. Es aconsejable ir y volver en el mismo día.
Comida
La plaza principal del pueblo es el mejor lugar para comer los domingos, cuando se celebra la feria semanal de Caquiaviri.
La Razòn
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